jueves, 20 de septiembre de 2012

Octubre tiene nombre de Jazz (segunda parte)

Soy una persona sencilla. Tengo vicios sencillos, cualidades sencillas y mis mejores noches son las del viernes. Soy, bajo el canon de belleza imperante, una persona agraciada, aunque la reciente cicatriz en la mejilla derecha le confiere a mi cara un grado de persuasión suficiente para que poca gente se acerque y me invite a una copa. Desde la central me dijeron que no habría problema para pasar por el quirófano y difuminar esta gruesa línea desde mi ojo izquierdo a mi mejilla derecha. Pero sinceramente, ahora me da lo mismo.

Quizás lo que mas destacaría de mi es mi afición por ir a los clubs de Jazz de todas las ciudades en las que recalo, y mi manía de apuntar nombres en la pequeña Moleskine negra que siempre llevo conmigo. Me encanta escuchar, escribir y dar nombres a las personas que no conozco: un nombre aromático, espumoso, de ensueño, como un tatuaje invisible sobre la piel. Todos ellos remueven el montón de recuerdos, como ropa en el baúl del pasado. Y hacen que vuelvan las sensaciones del momento en que lo descubrí o que lo até a un rostro o a una silueta. Hay nombres reales, de actores, músicos, escritores. Otros vienen de libros o de horas frente a la pantalla de cine. Hay nombres imaginados y nombres de los hijos que tuve y de los que nunca vinieron. Hay nombres de mujeres que conocí por los puertos y nombres de los hombres que dejé en las puertas, esperando, aunque sabían que nunca volvería o que cuando lo hiciera ya sería demasiado tarde. 

He llegado a coleccionar largas listas de nombres. Nombres como John Dos Pasos, Soledad Brown, Paula Schultz, Maitechu Odriozabala, Diamond Jackie, Vincent Wheels, Wendy Mir, Tom Traubert, Rosie Marquez, Carmen Li, Haidé Martins….Todos ellos con una historia, con una misión. Como el de Wild Billy, un gato salvaje al que conocí en un circo, ejerciendo de hombre bala, y años después en una canción buscando espíritus en la noche. Juntos nos sumergimos en el lago miles de veces con Crazy Jeannie tan solo con una camiseta y los calcetines puestos. Hay nombres que te avisan de lo que encontrarás tras las palabras, como Gasoline Jackie. Otros te estrellan hacia lo más oscuro de las noches en soledad: Carmen Jones, Eva Shake, Wild Rosemary, Sandy Brown. Y tengo nombres de hombres y mujeres que no puedo tan siquiera pronunciar.

Tengo nombres de prostitutas a las que salvé el culo en garitos de mala muerte, mientras trabajábamos en la caza del hombre. Tengo nombres de embajadores, técnicos de grandes compañías petroleras, doctores, antiguos miembros de las SS, estafadores, jugadores, yonkies con corbata enganchados a la cocaína y al sexo en público, Nombres de viejos piratas somalíes escondidos entre las pequeñas islas de coral ante las Seychelles, nombres de cantantes de rock, coleccionistas de Rembrandt, intérpretes de entrañas de cabras en la pista del desierto que lleva a Addis Abeba. 

Tu nombre fue también reclamo. Mucho mas fuerte tus ojos o tu andar de vela. Casi puedo ver como las letras entraban en mi canal auditivo aquella noche de Octubre en el Jazz Club de Beirut. Un susurro apenas. Mientras Herbie Hancock ejercía de maestro de ceremonias en un solo al piano. Me temblaron las piernas y el vaso de Old Oackley casi se me cayó de las manos. Conseguí recuperar la compostura y ofrecerte un cigarrillo. La llama iluminó tu rostro, marcando las facciones de boxeador. La nariz desviada, los pómulos cortados a cuchilla, el ojo morado y dos agujeros donde deberían estar el incisivo y el primer premolar derecho. Me pareciste un ángel. Aunque estoy segura que esa no es la sensación que debes causar a la mayor parte de las personas. 

Me revienta el pecho por el Duero, la luna, el sofá y las cortinas ennegrecidas de esta pequeña habitación a la que me trajiste. En la que curaste mis rasguños, permeabilizaste de nuevo mis silencios, grabaste a fuego tu nombre en mi lista. En la que aprendo de nuevo la gravedad de todas esas pequeñas cosas que nos hacen importantes, eternos, indestructibles. En las que recuerdo como echar de menos todas las mañanas en las que no estarás en mi zumo de naranja. En la que vuelvo a mirar al satélite trayéndolo a mi lado, reconociéndolo de nuevo como mi socio en las noches que subo a los autos de desconocidos, de las noches que paso en la selva desnuda. 

Hotel Urpí. Octubre de 2011

domingo, 16 de octubre de 2011

Octubre tiene nombre de Jazz (primera parte)

Leer escuchando Eggs an Sausage de Tom Waits
Flujo y reflujo. El océano modifica su nivel y empuja al Duero tierra adentro. La luna llena impone la marea mas alta del año y Oporto nos enseña sus dientes y sus entrañas. En mi mente la cara que hace unos instantes golpeé hasta hacer sangrar con mis nudillos. Ahora, mientras aprietas la misma mano sangrienta firmemente, me ayudas a atravesar la calle, sorteando coches y tranvías. Es fascinante como la adrenalina y el Porto llegan a compenetrarse para darme la sensación de estar volando.

Intento seguirte los pasos hasta el apartamento que has alquilado en Foz de Douro. Todavía pesan las notas del saxofón que hace unos minutos sonaba en el club, justo en el momento en que ese tipo incómodo e imbécil se puso delante de mí. El cantante hacia una muy buena versión de Eggs and Sausage, que es un espacio encallado entre la mala suerte del sábado noche, y la resaca grasienta y espesa del lunes. Todo un clásico que conseguía desgranar con talento y precisión. Los dedos del contrabajista se movían por el mástil como si acariciara la columna vertebral de una finlandesa. Las escobillas caminaban por un sendero de gravilla rumbo a algún lugar perdido entre el Medio oeste y el humo de los locales de Harlem. Y el piano reía, todavía no borracho del todo, entre cigarrillos y sorbos de Bourbon. Me gustaba la banda, y me gustaba aquel lugar en la barra. Tenía una buena visión sobre el pequeño escenario y tu nuca. Así que no quería que nada, absolutamente nada, me molestara. No en vano había recorrido los clubs de jazz de media Europa buscándote: el Vortex de Londres, el Harlem de Barcelona, el 7 lezards de París, el Fabrick en Hamburgo, el Pinocchio en Florencia con sus arcos dorados y su camarera albanesa de ojos profundos, el Porgy and Bess en Viena, el Hot Club de Lisboa, antes de que se quemara en las navidades de 2009. Por fin, en el Hot Five de esta ciudad clavada en las colinas frente al río y al Atlántico, conseguí dar de nuevo contigo. Y a ese cabrón no se le ocurre nada más que vacilarme en cuanto le pido, con buenos modales, que se mueva algo a la izquierda. Fue eso lo que me hizo darle un primer puñetazo con el que le rompí la nariz. Y bueno, quizás el vino, el cansancio y las anfetaminas también influyeron algo. No suelo usar la violencia con las personas que no conozco, pero creo que ese mamón se lo tenía merecido. Llevaba todo el concierto hablando, gritando más bien, con su voz extremadamente aguda, de cerdo degollado, metiéndose con clientes y camareras indistintamente, y jodiéndome la vista y el oído. Así que, por una vez decidí meterme en líos. Quizás también así conseguía llamarte la atención. Y bueno, parece que lo conseguí, porque me recogiste del suelo, donde me caí después que la seguridad del local me echase a empujones. En otro momento de mi vida, y en diferentes circunstancias, ni me hubiera dejado avasallar por esos cabrones, ni hubiera montado ese espectáculo. Mi mente, normalmente fría y calculadora, esta demasiado cansada y alterada por la química. Mi padre, hasta hace unos meses, la única guía en este carrusel en el que mi vida viaja, estaba muerto. 

Y aquí ando, de tu mano, hacia el apartamento que alquilaste hace unos días en la orilla izquierda del río.
Hotel Urpí. Octubre 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

Balada de una mujer, un pingüino y una Walther P38



Cuando Alicia despertó encontró una tibia soledad instalada en su cama. Al abrir los ojos, todavía con la pesadez en los parpados y la estrechez biliosa en el estómago, no halló al hombre que esperaba, sino el hueco pesado de su ausencia. Acercó la cara a la almohada y respiró profundamente, intentando aprehender todos los olores que todavía quedaran presos entre el entramado de algodón. Deslizó un mano allí donde debiera estar (y unas horas atrás estuvo) la verga del hombre que, al dormirse, ocupaba el lado izquierdo de la ancha cama. Dejó caer el brazo a la derecha hasta alcanzar las bragas del suelo. Estiró las piernas y se levantó a abrir la ventana. Allí, en un rojo burdeos de lápiz de labios, había pintado un corazón.
- Es una señal – pensó en voz alta. Y se acercó cautelosa a comprobar si aquel trazo estaba lo suficientemente anclado al cristal como para aguantar unos meses. Al menos hasta que su misión hubiera concluido, y en ese preciso instante se percató que su misión estaba a punto de concluir. En unas horas todo habría terminado.
Tras el café y el ibuprofeno se lavó los dientes. Se dio una larga ducha. Se puso el vestido verde y se calzó los tacones. Afuera estaba oscureciendo.
En la calle, una panda de adolescentes bajaba riendo hacia el puerto. Los ojos y las almas achispadas por el vino. Las puntas de los dedos ardiendo de deseo. Las palabras altisonantes y los gritos trataban de llamar la atención en los sexos opuestos, mientras que sus pies, abandonados, trataban de guiarlos correctamente hacia la fiesta conmemorativa del solsticio estival. Alicia, cautelosa todavía por el despertar, los siguió durante un rato.
Al llegar a la zona donde el mar puede reconocerse, torció a la izquierda y se internó en la zona oscura y misteriosa de la ciudad. Buenos Aires era una ciudad al borde del abismo.
Calle Necoechea con Olavarria, quinto primera. Cerca de la Plaza Solis. Llamó varias veces. Nadie respondió. Sacó un manojo de llaves de su bolso y probó suerte hasta dar con la correcta. Abrió la puerta, tomó el ascensor, y en pocos minutos estaba de nuevo en aquel piso franco donde había pasado los últimos meses de su vida haciéndose pasar por una estudiante de biología de Santa Fe.
Abrió las luces, dejó las cosas en la mesa del recibidor y se dirigió al baño. Tras el espejo, presionando ligeramente sobre un azulejo, estaban escondidos sus pasaportes, dos mil dólares, y el arma con munición Parabellum 9 milímetros que perteneció a Goebbels. Alicia era judía, trabajaba para el Mossad y su misión era asesinar a uno de los últimos nazis que habían conseguido escapar de los juicios de Nuremberg. Ya anciano, todavía campaba a sus anchas por la argentina postmenemista. La pistola era, sin más, un símbolo de la venganza hebrea.
La tomó entre sus blancas manos, la volteó, la sopesó y apuntó a su misma imagen en el espejo. Una media sonrisa se dibujó en su cara. El crimen que iba a cometer no tenía nada que ver, en el fondo, ni con Israel, ni con los sionistas, ni con nada que se le pareciera. Era, simplemente, una justa venganza personal por todo el daño acumulado bajo de su piel. Y en algún momento, quizás cuando sus huesos reposaran bajo tierra, en la misma tierra que la vio nacer. Entonces encontraría la tan ansiada paz….
Honestamente tan siquiera le importaba quien era el tipo aquel al que un fichero encriptado señalaba como su siguiente víctima, y un corazón en la ventana, como su momento para ejecutarlo. En el fondo era su trabajo, para ello había escogido esa vida en los andenes y aeropuertos, para ello había renunciado a una carrera, a un puesto de bióloga en la Universidad de Tel Aviv, a la paz y a un sueldo más que correcto para vivir en ella. Para ello había renunciado a la persona que más amaba en el mundo: su padre. Un croata de ojos verdes y manos enormes que, tras dejarse dos dedos de la mano derecha entrenando a agentes del SAVAK iraní en los sesenta, se retiró a arrancar piedras en un kibbutz del desierto del Negev.
Alicia metió el arma en su bolso y bajó de nuevo a la calle. Andaba preocupada: el tamaño del bolso no encajaba con el de la Walther P38, y corría el riesgo que en algún momento la delatase. Por supuesto que tras los diferentes encuentros que había tenido con su víctima, éste no debía, a estas alturas, sospechar nada. Es más, probablemente creía que trataba con una chica de provincias que necesitaba de un mecenas para pagar sus estudios y el material con el que ejecutaba piezas de artesanía en fieltro, que luego intentaba vender en puestos cerca del muelle de Palermo. Así que trató de olvidar aquel peso en su antebrazo y puso rumbo a Villa Urquiza. Allí tenía la cita, en el Café el Faro, donde la Guardia Joven del Tango se reunía, de noche en noche, para bailar bajo las cuerdas de Horacio Molina, Hernan Genovese y Cucuza. Y allí mismo decidió ejecutar a aquel bastardo nazi que tenía ya demasiados años de vida de más.
Llegó temprano, y pese a ello, vio que él se encontraba con un pingüino de losa blanca ya medio vacío. Al verlo, recordó una noche donde aquellas jarras con forma de ave antártica habían servido para conciliar una gran amistad en el restaurante Tia Elvira de Ushuaia, entre centollas y rápidas nubes recorriendo el cielo estrellado austral. Se acercó a la mesa e intuyó que él se levantaba ligeramente, más por un gesto de cortesía que por voluntad real. Su cuerpo orondo le dificultaba moverse, así que estiró el cuello y le señaló sus labios con el dedo anular. Ella comprendió el gesto y le besó ligeramente en la boca. Los pequeños ojos azules del antiguo capo de las SS brillaron en la penumbra del Café. Con la mano le indicó el lugar, frente a él, donde debía sentarse. Alicia se descolgó el bolso, lo dejó discretamente en la silla de su izquierda y se sentó:
- Buenas noches Arthur.- Dijo con voz cálida –Veo que has empezado a tomar si mi. – Los años de convivencia en el kibutz con judíos bonaerenses y su talento nato para los idiomas y sus diferentes dialectos, le posibilitaban hacerse pasar por una santafesina sin problemas.
- Buenas noches querida. - Contestó él sin disimular su lejano acento berlinés, arrastrando las eses y marcando fuertemente las erres. - Hoy estas especialmente encantadora. Ese vestido verde te queda perfecto. Ya tengo ganas de sacártelo.-
- Tú siempre tan directo, querido. Al menos comamos algo antes. ¿Me sirves un vaso de vino?
Unos años después, en una situación similar, se encontraría con otro hombre, en una cafetería de Nueva York cerca del Dakota, donde tras quitarse el sombrero, el hombre quien creía su amante le quitaría la vida con una 38 mm. Pero esa es otra historia…


En el momento que él agarraba el pingüino y llenaba las dos copas de tinto de Mendoza, Alicia, estiró ligeramente el brazo hacia el bolso. Con aire despreocupado lo abrió y se quedó unos instantes como si buscara algo pequeño en él, tal vez el teléfono móvil o un lápiz de labios. En aquel momento el destello del arma le iluminó brevemente la cara, y una sonrisa casi maléfica se le perfiló en la boca. La P38 era una pistola de recámara fija con gatillo de doble acción, vieja y gastada. Nada que ver con las pistolas automáticas con que su padre la había entrenado. Como en el tirador podía introducir un cartucho en la recámara y usar la palanca de desamartillado para bajar el martillo sin disparar el cartucho, era posible portar el arma cargada con el martillo bajado. Así se podía disparar el primer cartucho y la acción de la pistola eyectaba el cartucho e introducía uno nuevo en la recámara. De esta forma pudo realizar tres disparos: uno entre aquellos ojos de cerdo sádico y dos directamente al corazón, mientras la sangre le salpicaba en el antebrazo y la cara, confundiéndose con el carmín de sus labios. Por supuesto, el ruido del arma provocó que tanto los camareros, la clientela del café como los músicos que todavía preparaban los instrumentos en el escenario miraran directamente a su mesa, estupefactos. Ella se puso de pié lentamente, levantó el arma y encañonó a una mujer que estaba situada justo en la mesa de enfrente, provocando el pánico en el local. Agarró a la mujer del pelo y prácticamente la levantó de un golpe. La escena no podía ser más terrorífica: una chica de verde cubierta de sangre y con una pistola en las manos, un hombre de blanco, gordo, muerto y con la boca todavía abierta por la sorpresa y una mujer histérica sollozando y con el arma en la sien. Nadie se movió, presos por el miedo y la escena. Alicia se acercó con cautela al baño a sus espaldas. Empujó a la mujer al suelo y efectuó un par de disparos al aire que hizo que prácticamente todo el local se agachara. En ese momento entro en el baño de caballeros, rompió el cristal de la ventana y se deslizó por el hueco. Al otro lado, en el callejón, una motocicleta y un casco con las llaves dentro la aguardaban. Se alejó a toda prisa por la avenida mientras la fresca brisa del Rio de la Plata le daba en la cara, secándole la sangre y relajándole la adrenalina que le golpeaba en las sienes. Algo mas allá, entre las calles que lentamente se oscurecían, las Quilmes, las milanesas y las empanadas de humita seguían alimentando a aquella ciudad volcada al verano austral.

Cuevas de la Alqaydimia (Huéscar, Granada) - Habana Café (Cádiz). Agosto 2011.